Cajones y otros Absurdos






Hiciste un semillero de ilusiones
que vivió ingenuamente en mi tristeza.
Lentamente. Fue el jugo de rencores
echados sobre el jugo de rencores
sobre el manto de la ilusión ingenua.


En mi torre de odios tuviste una ventana
(Un vidrio ilusionado, transparente y gentil.)


Ya se quebró. Es inútil que te llame mi amada
porque, mujer, en una negrura te perdí.


"Y te perdí mujer. En el camino..."
Pablo Neruda

Los sentimientos son recuerdos pendientes, los recuerdos se transforman en imágenes, las imágenes se disuelven en pensamientos, los pensamientos de repente son ideas que no cesan de acuciar para que ordene un escritorio atestado de escombros materiales y cosas absurdas.

Entre varios papeles envejecidos y arrugados, encontré una promesa. No supe recordar exactamente el porqué de la promesa, así que continué haciendo limpieza. Al retirar una caja que contenía grapas, clipes y un par de anillos, salió un atardecer de septiembre arrastrando tras de sí un olor a hojas secas, a tristes melancolías y a sangre del día derramada; a congojas amarillas, a orgasmos de memoria y a nubes de fuego incendiadas.

Dispuse la promesa que había hallado al principio en un cajón de mi mesita de noche junto con el aroma del atardecer, a ver si por aquellas se animaba y me hacía recordar la razón de su presencia. Me dio la impresión de que los dos se daban la espalda..., pero lo dejé pasar, pues nunca se me dio bien distinguir dónde tienen las promesas y los olores sus respectivas espaldas.

En una esquina, entre caramelos para la tos y un sello de lacre Luis XV, bullía un sentimiento. Si yo fuera un periodista de renombre ya habría escrito un gran artículo, pero como no lo soy, no me atreví a colocar el pasado pluscuamperfecto con el imperfecto. Me limité a mirarle de reojo por si hablaba y conseguía identificarlo. Seguí con la limpieza y supuse que quedaría en un asunto pendiente, un sentimiento sin catalogar. Podría haberlo metido en otro cajón diferente, pero me recorrió un escalofrío cuando me imaginé por un momento que siguiese mudo por mucho tiempo y que, al abrir el cajón, se me revelase de pronto como un anhelo intenso reprimido en un recuerdo. Los cajones nos sorprenden cuando menos lo esperamos.

Si yo fuese un escritor de renombre, ya habría tenido suficiente material para escribir un best-seller. Como no lo soy, me limitaré a sentir el sentimiento esperando darle un nombre junto con la promesa de no olvidarme jamás de su olor.

Quién sabe si alguno de vosotros puede ayudarme a reconocerlo...

El Escultor






Ajedrez 
Abraham Moscardó 
50 x 70 cm.
Lápices y carboncillo sobre papel

"El mundo es un tablero maravilloso en el que todos nosotros vagamos como piezas."

Nerviosa, Cinthia llamó al timbre. Finalmente se había decidido a pesar de que sus amigas le habían prevenido de que podía ser un pervertido haciéndose pasar por artista. Estaba muerta de miedo pero la necesidad del dinero pesaba mucho más y llamó de nuevo.

La puerta se abrió con brusquedad dejando escapar un aire viciado y un cierto hedor a naftalina, y tras ella apareció un enclenque y arrugado anciano. Se limitó a mirar fijamente a la muchacha, sin decir nada. Ésta tragó saliva y preguntó por el anuncio señalando el periódico. El anciano, asintiendo con la cabeza, la hizo pasar con un gesto. Cinthia vaciló por unos instantes, pero acabó entrando. No tenía elección. Necesitaba ese dinero.

El anciano la condujo a través de un largo pasillo que parecía no tener fin y de cuyas rancias y amarillentas paredes colgaban una infinidad de cuadros, de todos los tamaños y estilos, sin un orden concreto pero con un único tema pictórico: El ajedrez. Finalmente llegaron ante una puerta carcomida por los años y accedieron a una gran sala perfectamente iluminada por los rayos de luz que se filtraban a través de unos anchos ventanales. Flotaba en el ambiente un inconfundible olor a aguarrás y trementina. Sin duda, era el estudio de un pintor, aunque éste fuese tan singular.

Se presentó como Javier Morán, pintor y aficionado al ajedrez. Cinthia hizo lo propio mientras estrechaba cordialmente su mano aunque, eso sí, omitió el hecho de que fuera menor de edad. No sabía cómo podía reaccionar el viejo, así que mejor sería no arriesgarse.

Javier se sentó tranquilamente en su silla, llenó el caballete con varias hojas en blanco y, tomando un pequeño carbón, mandó a la chica que se desnudara.

Inexperta y algo avergonzada, Cinthia fue desvistiéndose torpemente hasta que finalmente quedó desnuda por completo. El pelo de la muchacha era de un color rojo alizarina que le caía hasta la cintura. Javier nunca había visto algo tan hermoso. Usó una fórmula de jugo de raíz de rubia mezclado con siena y ocre para pintarlo. Escrutó cada curva y cada pliegue con la máxima profesionalidad aunque eso no acababa de relajar a la pobre muchacha que seguía sin saber qué hacer ante su espectador. Éste, con mucha paciencia, le iba indicando qué posturas debía buscar, embadurnó su pincel y comenzó a pintar con gran rapidez.

Así estaba la muchacha, quieta como una estatua, cuando de repente sintió un fuerte hormigueo en todo el cuerpo. Pensó que quizá se le habían dormido las piernas o que posiblemente sería el frío de la estancia, más cuando quiso darse cuenta, contempló con horror que ya no tenía piernas. Convertidas en una masa blanquecina y amorfa, ahora formaban una endurecida base cilíndrica. Presa del pánico, quiso gritar pero no pudo. Su boca ya no estaba donde se suponía que debía estar. Una corteza blanca y fría estaba invadiendo sus miembros, transformándolos. Sus pómulos parecían puntas de lanza de algún antepasado alpino. Lo último que pudo contemplar, antes de perder la visión, fue un suelo escaqueado y, a su lado, cientos y miles de piezas que se acumulaban en total desorden y variedad. Agotadas sus fuerzas, Cinthia palideció y, vencida, se apagó.

El anciano examinó con gran satisfacción la obra. Ese pequeño peón blanco, fino y delicado, encajaba a la perfección con el resto de la composición. Sonrió.De repente pareció tener prisa. Puso el pincel en remojo y guardó la paleta. Apenas se había deshecho de las cosas de la chica, cuando llamaron a la puerta. Atravesó el largo pasillo con olor a naftalina y trementina y, ceremonioso, abrió la puerta.

Ante él, en el rellano, había un muchacho nigeriano de unos veinte años. El joven, tras saludar educadamente, le preguntó por el anuncio.



 Agradecimiento especial a Abraham Moscardó por permitir el uso de su extraordinario arte.
Para ti este relato :)
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